El PSF no ha hecho más que volver a consumar la esencia de la praxis socialdemócrata, tal y como ésta ha ido decantándose, al menos, en los últimos treinta años.
Hace ya demasiado tiempo que la socialdemocracia europea ratifica los mandamientos del liberalismo capitalista más exigente.
En un acto cargado de
sentido, el primer ministro francés, Manuel Valls, afirmó el pasado
miércoles ante lo más granado de la patronal: «Francia lleva más de
cuarenta años viviendo por encima de sus posibilidades». Acatamiento
tan explícito de las máximas de la Troika no pudo menos que merecer el
aplauso entusiasta del auditorio.
Tras deshacerse de
los ministros díscolos, quienes, con Arnaud Montebourg a la cabeza,
habían rechazado la aplicación en Francia de la doctrina de la
austeridad, Valls justificó las flamantes medidas del gobierno: una
rebaja para el empresariado de 43.000 millones de euros en cotizaciones
sociales, el consiguiente recorte del gasto público y una mayor
desprotección del trabajo (la «flexibilización de la contratación y del
despido», por expresarlo en su jerga), son, al parecer, los sacrificios
necesarios para que las empresas comiencen a crear empleo. Entre las
medidas, sin embargo, no se mencionó ningún mecanismo que permita
garantizar coactivamente ese aumento de la contratación laboral, que
queda a merced de la buena voluntad de los empresarios.
Las simbólicas declaraciones de Valls han sido recibidas con decepción
por numerosos militantes socialdemócratas en España. Las consideran un
«giro a la derecha» que arruina, otra vez, las esperanzas del
socialismo europeo. No obstante, atendiendo a los antecedentes de la
socialdemocracia, el PSF no ha hecho más que volver a consumar la
esencia de la praxis socialdemócrata, tal y como ésta ha ido
decantándose, al menos, en los últimos treinta años.
Una de las primeras formaciones en adherirse a ella fue precisamente el
PSOE fundado en Suresnes. Su líder indiscutible, Felipe González, en el
revelador obituario que dedicó a su amigo Carlos Andrés Pérez, el presidente venezolano responsable de la masacre del Caracazo,
lo expone sin rodeos. Recuerda en él que, ya en 1983, Pérez le llamaba
para censurarle desde la ortodoxia socialdemócrata las medidas que
estaba adoptando: «Reconversión industrial, ajuste económico, reformas
de fondo, le parecían un seguro definitivo para la catástrofe
electoral. Salvaba siempre la amistad cargando las culpas en los
ministros de Economía, Boyer y Solchaga, en aquella dura época de los
comienzos del mandato». Pero, a juicio de González, el tiempo vendría a
darle la razón, pues, en cuanto el mandatario venezolano accedió a la
presidencia en 1989, «emprendió políticas de reformas estructurales y
de ajustes económicos» que «se parecían a las políticas que habíamos
hecho nosotros y que él criticó con dureza en 1983, 1984 y 1985».
Así aplaudía González las «reformas estructurales» que Carlos Andrés
Pérez realizó desde 1989, en plena concordancia con el fundamentalismo
neoliberal y con bien conocidas consecuencias de pobreza y violencia
institucional. La confesión no debe extrañar. El de González fue un
gobierno que volvió a consagrar la especulación, el capitalismo de
casino, las oligarquías pendidas del BOE, el clientelismo y la
corrupción estructural como modelo político-económico para España. Y lo
hizo adhiriéndose a las consignas del neoliberalismo. No lo dice quien
suscribe, sino intelectuales de la propia órbita del PSOE, como, por
ejemplo, Ignacio Sotelo:
«Sin la menor querencia por una socialdemocracia, que ya habían
criticado al inicio de la transición, apelando a modelos harto vagos de
socialismo, al llegar al poder los socialistas de repente descubren que
la única política eficiente para crear riqueza sería la neoliberal que
predican Reagan y Thatcher. El keynesianismo […] sería agua pasada».
El PSOE se colocó así en la vanguardia de la disolución
liberal-capitalista de las organizaciones socialdemócratas. En la
década de los 1990 empezó la teorización de esas prácticas, con la Third Way de Anthony Giddens, y prosiguió su plasmación en políticas nacionales, con el New Labour de
Tony Blair y Gordon Brown, que comenzó a gobernar Gran Bretaña en 1997.
Tan intensa fue la liberalización de la economía, tan extendido el
alcance de las privatizaciones, tan profunda la desregulación de las
relaciones laborales, y tan perceptible la agresión a un Welfare State que ni siquiera Thatcher se había atrevido a socavar hasta ese punto, que, con olvido del precedente español, el blairismo pasó a constituir la figura más nítida de esta desnaturalización de la socialdemocracia.
Los ejemplos, naturalmente, continuaron. A principios del presente
siglo, Gerhard Schroeder, con su Agenda 2010, volvió a recurrir a las
mismas recetas: bajada de impuestos y «flexibilización» de la
contratación y del despido como estímulos para las empresas, por un
lado, y privatizaciones, aumento de la edad de la jubilación y recortes
en servicios y prestaciones, por el otro.
Se
trata de una senda de la que tampoco quiso escapar, de nuevo, el propio
PSOE, ya durante los gobiernos de Zapatero. Desmintiendo el
insostenible relato convencional, según el cual el presidente renunció
a sus principios socialistas en mayo de 2010, cuando anunció los
famosos recortes, la realidad de su política económica
demuestra otra cosa: fue la reforma fiscal de Pedro Solbes, en vigor
desde 2007, y centrada en una sustanciosa rebaja de impuestos a las
grandes sociedades y a las rentas más altas, la que evidenció con
claridad que la agenda era prácticamente desde el comienzo la propia
del que llaman socioliberalismo.
El Estado dejó
entonces de ingresar cuantiosas sumas. El mismo Rubalcaba llegó a
reconocer el serio quebranto que había supuesto esta reforma para las
arcas públicas. Los más condescendientes atribuyeron la decisión a una
humana confusión de un superávit coyuntural, que se disfrutaba por el
boom inmobiliario, con un superávit estructural, que, de existir,
habría permitido tal descenso impositivo. La verdad, sin embargo, es
que no se trataba más que de la aplicación dogmática de una doctrina
interiorizada por la dirigencia socialista.
Cabría
incluso aludir a la nueva estrella del centro-izquierda italiano,
Matteo Renzi, quien, con la retórica eficientista, pragmática y
desenfadada del blairismo, también presume de recortes, privatizaciones, desprotección laboral y desmantelamiento del sector público.
Sobran más ejemplos. Los enumerados hasta ahora bastan para pensar que
lo de Hollande y Valls no ha sido un accidental «giro a la derecha», un
acto de traición a los principios esenciales socialdemócratas. A estas
alturas, la verdad, no vale llamarse más a engaño. Hace ya demasiado
tiempo que la praxis de la socialdemocracia europea ratifica los
mandamientos del liberalismo capitalista más exigente. Sus principios
ideológicos históricos, ya muy diluidos, siguen ejerciendo su papel,
ante todo de reclamo sentimental para cierta militancia leal y
masoquista, aunque también llegan a inspirar medidas aisladas, de
naturaleza civil, cultural y hasta remotamente económica, que, sin
embargo, en nada afectan al grueso de la agenda económico-social y
laboral, de contenido solo regresivo.
La identidad
de la socialdemocracia europea ha abrazado sin reservas los dictados
liberales. Sus propios fundamentos culturales, de carácter idealista e
individualista, son indistinguibles del liberalismo, a despecho de
cualquier acercamiento materialista o comunitario a las relaciones
sociales. Su concepción última de la política, como actuación que para
ser «responsable» debe plegarse a un contexto social objetivo, fruto
del desenvolvimiento espontáneo de las jerarquías privadas, es la
genuina de los liberal-conservadores, que siempre han amenazado con el
caos ante cualquier medida de transformación social sustantiva. Y su
política económica, fiada al estímulo de la oferta (incluso en un
momento de obvia depresión de la demanda interna), responde con
exactitud a las indicaciones del interés capitalista.
Se trata de un mimetismo consecuente con la colonización que de los
partidos socialdemócratas europeos han realizado las oligarquías
económicas, las verdaderas y coherentes portadoras de esa cosmovisión,
hoy secundada por los principales dirigentes socialistas. Hay que
reconocer, con todo, que el dato no carece de ironía y dramatismo: les
ha bastado con poner al frente de las formaciones socialdemócratas a
varones jóvenes de apariencia resolutiva, trasuntos políticos del yuppismo
económico, para lograr que el Estado social muera nominalmente a manos
de las mismas organizaciones que más hicieron por fundarlo.
Fuente: eldiario.es
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